No suelo entrar mucho en Facebook, pero reconozco que de vez en cuando me gusta ver qué me va recordando ese chivato. Yo creo que es un poco por ese Síndrome de Peter Pan tan mío, pero, sobre todo, porque casi todo lo que nos recuerda suele ser bonito y, básicamente, es lo que ahora mismo necesitamos en la vida, que ya está bien de penas…
Pues hoy me ha recordado un día que no olvidaré jamás. Por lo intenso y agotador que fue, pero también, por lo emocionante:
Hoy hace tres años que pusimos rumbo a Barcelona.

No era, ni mucho menos, la primera vez que dejábamos Cádiz atrás (aunque sí que teníamos la esperanza de que fuese la última), pero el nudo en la garganta estaba mucho más apretado que cualquier otra.
Salvo alguna que otra visita turística, no dejaba de ser una ciudad nueva, en la que no conocíamos apenas a nadie (ay mi rubito, cómo no nos ibas a casar tú…) y, para darle más emoción, de la que teníamos un cierto recelo (gracias televisiones) por todo el revuelo político que había formado en aquellos meses (¿¡¿¡pero dónde vas a trabajar sin saber catalán?!?! Ni dos semanas y ya estaba trabajando. Igualito que en Cádiz, oiga).
En esos días previos todo eran risas haciendo apuestas de hasta dónde llegaría Marta llorando. Los más conservadores estaban seguros de que, mínimo, hasta el difunto peaje de Sevilla. Poco me parecía… Pero no. ¿Lloré? Por supuesto, como una magdalena. Pero, no sé si sería porque empecé antes (días…), que cuando llegamos al Puente Nuevo, ya me había calmado…

Y es que, aunque el nudo en la garganta era insoportable, en el fondo teníamos la tranquilidad de saber que esa furgoneta cargada hasta los topes y esos mil kilómetros por delante eran la consecuencia de haber conseguido muchas cosas importantes y que, sin duda, serían la llave para conseguir el resto.
Lo que no sabíamos es que allí encontraríamos una segunda familia y una casa que, incluso en pleno confinamiento, sentimos como nuestro propio hogar. Y así fue.
Dicho todo esto, soy consciente de la cantidad de veces que nos hemos quejado por estar allí, pero es que, al final, la distancia pesa. Y más aún cuando empiezan a acumularse las ganas y la ansiedad por seguir avanzando, ya que, como decía, sabíamos que esa temporada en Barcelona no era más que el peaje para lograr otros objetivos personales, profesionales y familiares que, poquito a poco y a fuerza de mucho, se van haciendo realidad.
Quizás así sea más fácil entender el pellizquito que me ha dado al leer el final de la entrada que escribí hace tres años… y un día:
«Y además, lo único bueno de que pase el tiempo tan rápido es que, igual que ha llegado el momento de irnos casi sin darnos cuenta, de la misma manera llegará el momento de volver».
Tres años. Sólo tres.
Y no sólo el mundo se ha dado la vuelta,
nuestro lugar en el mapa, también.
OSWALDO MEJIA
Vine de visita y también de curioso… Y sí, fue grato fisgonear en tu espacio..
Marta
¡Pues para eso estamos! Muchas gracias por pasarte 😉