Desde siempre, si tuviera que eliminar un día de la semana, sería el domingo. Especialmente, el domingo por la tarde.

Esa sensación de que se acaba el fin de semana, de limpiar, de poner lavadoras, de organizar la semana, de volver a arrancar… De flojera total, vamos.

En realidad, no es una sensación mala, simplemente es como que la vida se ralentiza. En mi caso, hago todo más despacito: voy al gimnasio a estirar un poco (sin matarse, que es domingo), o limpio un poco, luego me siento, miro un poco el Twitter, me levanto, pongo una lavadora, me tomo un refresquito… y así. Lo que viene a ser un “mindfulness” de andar por casa.

Lo peor de todo es que esa sensación la tengo siempre, sea trabajando o de vacaciones, sea invierno o verano. Es eso, una sensación, más o menos fuerte, pero que siempre aparece.

Toda regla tiene su excepción.

¡Esta no iba a ser menos! Lo cierto es que hay un día que esa sensación desaparece, para convertirse en pura energía. O, mejor dicho, lo hubo. Ese día era uno tal como el de hoy: el Domingo de Ramos.

Como suele pasar con todo, los motivos que me llenaban de vitalidad en ese domingo especial han ido cambiando con el paso de los años.

De pequeñita, recuerdo levantarme temprano y nerviosa, deseando ir a la misa de Domingo de Ramos de mi cole para ser monaguilla (ojito con esto, que ese momento era prácticamente uno de los actos sociales más importantes de aquella época) y poder pillar una de las palmas rizadas más bonitas que he visto. Recuerdo aquella misa como algo súper divertido: estaba con mis amigos, cantando, escuchando las historias del Padre Luis, sus peticiones para que el Cádiz C.F. subiera a Primera División (no muy fructíferas como podréis comprobar)… Esa sensación era lo máximo.

Por aquélla misma época ya tengo mis primeros recuerdos cofrades. Un Domingo de Ramos, creo que siendo aún más pequeñita que entonces, correteando por casa (¡cómo no…!) estrenando mis zapatos de charol para ir a ver la procesión de La Borriquita con mi padre y mi hermano, derrapé sin control frente a la puerta de la cocina, pegándome la gran hostia leche de mi vida en plena sien. Era muy pequeña, pero todavía recuerdo perfectamente cómo retumbó el golpe. Como era de esperar, aquel Domingo de Ramos terminó en urgencias, con el que sería uno de los grandes sustos de nuestra vida. Pese a todo, creo recordar que antes de ir a urgencias llegamos a hacer el intento de ir a ver a La Borriquita (eso sí, yo la veía doble o triple, del mareo que llevaba…).

Más o menos así es como veía a La Borriquita, probablemente…
Fuente: Antonio Obregón.
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Lo cierto es que todos los Domingos de Ramos hago por recordar esa historia y ser consciente de la suerte que tuvo esa rubia enana con zapatos de charol (no lo digo yo, lo dijo el médico o, al menos, eso me contaron… Como comprenderás, yo no estaba pá ná…).

Más mayorcita la sensación del Domingo de Ramos era diferente. Desayunar churros tempranito con mi padre antes de ir a la misa. Esa semana de vivir y recuperar tiempo juntos. Es la sensación que da la víspera, la espera, el saber que vas a vivir cosas bonitas durante esa semana tan única (y agotadora).

Sensaciones diferentes.

Pero pasan los años, los acontecimientos, las responsabilidades, lo bueno, lo malo… lo que es la vida, oiga. ¡Y para nada es malo! No es malo porque llegan cosas nuevas. Sensaciones nuevas.

Después, los Domingos de Ramos han tornado en ilusiones diferentes: en salir a comer con mi novio marido, tomarnos una cervecita al solecito, buscar algún paso (¡o no!), hacernos una fotito en el Campo del Sur… Las pequeñas cositas.

Y, bueno, estos últimos años, la ilusión ya no es por el día de hoy. Ni mucho menos, hoy no mola. La ilusión es volver.

Pese a ello, y aunque ya no con la misma intensidad que hace unos años, sigo deseando que no llueva, que no haga viento, que luzca el sol. Pero ahora no es sólo por las procesiones (que también, porque demasiado bien sé cuánto duele…), ahora también es por los paseos por la playa, por el cafelito al sol, por cargar las pilas con los míos… y porque lo necesito para recargar energía suficiente hasta la próxima.

¡Pues disfrutemos!

¡Cada uno como buenamente pueda! El que esté por Cádiz… ¡que lo disfrute! Que se tire a la calle y, como dicen en el blog «This Is Cádiz», que se tome un Pirulí de la Habana o un paquetito de pipas (¡con pipelera!) a la salud de los que esta tarde estamos merendando con Andalucía Directo y Onda Cádiz de fondo (a grandes males… ¡grandes remedios!).