Pues sí, mira que hay días para nacer… Pues yo escogí el 15 de septiembre. Día que nunca sería mi cumpleaños, sino “el día que empezaba el cole”.

Y lo seguirá siendo siempre, ya que mi hermano se encarga cada año de recordarme que le fastidié el primer día de cole de su vida… Seguramente lo hice por eso, sí.

La verdad es que no me hubiera importado esa fecha, de no ser porque mis regalos de cumple se parecían sospechosamente a lo que todo el mundo compraba en aquellos días sin necesidad de cumplir años. Que si la mochilita nueva, que si un estuche, los colores… ¿Qué pasa? ¿Que todo el mundo estaba cumpliendo años a la vez?

Al principio no me importaba, luego me di cuenta del 2×1 en gastos que hacían mis padres enmascarando los gastos de la vuelta al cole con los de mi cumple… Pero claro, para entonces ya estaba tan increíblemente enganchada a las cositas cuquis de papelería, que me parecían los mejores regalos del mundo. Una especie de Síndrome de Estocolmo versión cumpleaños que sigo arrastrando hasta el día de hoy, ya que aún me siguen flipando ese tipo de regalos…

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Otro problema de esa fecha es que, aunque ya estaba en el cole con los amigos, ¡era el primer día! Claro, nadie se acordaba y yo tenía que ir anunciándolo. Y digo bien, TENÍA. Quedarme sin felicitaciones no se contemplaba bajo ninguna circunstancia.

Es más, en mi familia nunca hemos sido muy de celebrar este tipo de cosas, con lo cual el despiste estaba (y sigue estando) garantizado.

[Inciso: Es de justicia decir que este año, antes de las 11 de la mañana ya me habían felicitado. Definitivamente, este ‘pandémico’ 2020 está siendo sorprendente].

Pero para eso ya estaba yo. Cogía el teléfono y llamaba a todo bicho viviente bien tempranito (al trabajo de mis padres, a casa de mis abuelos…) al grito de “¡Aíitaaaa! ¡Que hoy es mi cuuuumpleeee!”. Hombre, por favor, ¿sin felicitaciones yo? Jamás.

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Y, por supuesto, si no me podía quedar sin felicitaciones, la celebración no podía ser menos. Daba igual dónde, cuándo, incluso con quién, pero fiesta tenía que haber. He llegado a celebrarla casi en noviembre, no digo más.

La fiesta de cumple era todo un acontecimiento social, pero no era fácil en ese momento… El cole recién empezado, un verano largo en el que dejas de ver a algunos amigos, a veces incluso con cambio de compañeros de clase… Y ese cruel límite de invitaciones que te ponía tu madre, claro. Esa selección era crucial, ni para un Mundial se hacen tantas cábalas como para un cumple de 8 o 10 añitos. Pero es que, casi siempre, de esas invitaciones dependía que te invitasen a ti o no… Ahí es nada.

Celebraciones en mi azotea, en el comedor del cole, en el McDonald’s… ¡Incluso en el cine! El catálogo ha sido amplio (además de bastante caro, ahora que lo pienso).

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Sin embargo, esa misma intensidad cumpleañera se me volvió en contra de repente y ya no tenía ganas de tener que pensar en a quién invitar y a quién no… Los cumples de otros, genial, el mío ya si eso…

Y se cambiaron las tornas.  Ya no era yo la que organizaba el cumple, sino que, en más de una ocasión, ha sido por sorpresa de mis amigos. Y eso es lo máximo. Alguno todavía recordará esa fiesta de disfraces de los 18, a poquitos días de que cada uno se fuese a estudiar la carrera a sus respectivas ciudades… ¿Fue un cumple? ¿Fue una despedida?

Pero sí, más o menos desde entonces, esa ilusión tan nerviosa por cumplir los primeros añitos, se ha transformado en una ilusión un poco más tranquila, más ansiosa reflexiva quizás… Más de hacerse preguntas y de ver dónde estamos y dónde pretendíamos estar.

Esto último casi nunca coincide, a veces nos quedamos cortos y otras incluso nos pasamos. Lo importante es no estar en el mismo sitio. El estancamiento es el que nos revienta la mente, al menos a mí. Porque evidentemente sí, también me ha pasado. Poco, gracias a Dios, pero me ha pasado.

Pues eso, acaban de llegar los 33.
Con un puntito más de nostalgia (para muestra estas líneas)…
Y de vergüenza (incluso al recibir felicitaciones)…
Pero también cargados de expectativas y deseos más que potentes.